Un día, en su Madrid natal, Manuel López escuchó a sus amigos comentar  sobre la prosperidad que había alcanzado la ciudad de Buenos Aires después de que el rey Carlos III creara el Virreinato del Río de la Plata. Le contaron también que Buenos Aires había sido designada capital del nuevo virreinato y que, tras algunos años, la ciudad había abierto su puerto. Cuando se enteró de todo esto, Manuel decidió embarcarse y establecer su tienda en Buenos Aires

Manuel López llegó a Buenos Aires en 1780. Como tenía una buena posición económica y había nacido en España pudo adquirir fácilmente una casa en la zona céntrica. La casa era amplia y muy luminosa, con un patio interno al cual daban las habitaciones. El frente había sido pintado de blanco hacía poco, al igual que los frentes de todas las casas de la cuadra. En el centro del patio había un aljibe que recogía el agua de lluvia, que se usaba para lavar y cocinar, y grandes canteros con flores. Manuel le compró a un portugués tres esclavos para que se encargaran del servicio doméstico: Fermina, dedicada a la cocina; Mimita, que limpiaba y ventilaba las habitaciones, y Pedro, destinado a hacer los mandados. Los tres dormían en los fondos de la casa, donde estaban la cocina y los cuartos de servicio.

La tienda de Manuel no quedaba lejos de su casa. En ella, el joven comerciante español vendía los más diversos géneros, hilados y bordados que compraba a un fabricante de Madrid. Pronto tuvo una numerosa clientela y se vio obligado a contratar a un dependiente para que lo ayudara en el negocio. Manuel vendía telas de gran calidad pero a precios altos; por eso, entre sus clientes se encontraban las familias acomodadas de la ciudad. La ropa para Fermina, Mimita y Pedro se compraba en las pulperías y la pagaba Manuel, al igual que todas las cosas que ellos pudieran necesitar, como abrigos, calzado, jabones para lavarse y medicamentos cuando se enfermaban.

Cuando llegaban los envíos de telas desde España, Manuel se quedaba hasta muy tarde en el negocio y volvía a la casa de noche, pero esto no representaba un problema, ya que las calles céntricas contaban con faroles de vela que las iluminaban.

Una de las cosas que más le gustaban a Manuel era organizar tertulias en su casa, en las cuales reunía a sus amistades y conocidos. Esos días, Fermina tenía mucho trabajo. Se levantaba muy temprano para ir al mercado de la recova a comprar los alimentos frescos, huevos, frutas y legumbres, y en el camino de vuelta a su casa pasaba por la panadería. A veces, Pedro la acompañaba para ayudarla a cargar los paquetes. El pescado se compraba en la orilla del río a los mismos pescadores. Cuando no había llovido lo suficiente como para llenar de agua el aljibe, le compraban agua al aguatero, que recorría las calles con un carro en el que cargaba un tonel, ofreciendo el agua que había recogido en el río. Luego, Fermina tenía que cocinar para todos los invitados y entonces la cocina se iba llenando de distintos aromas a lo largo del día.

Unos días antes de la tertulia, Mimita le daba los manteles bordados a Pola, la lavandera, para que los blanqueara especialmente para la ocasión. Todo en la casa tenía que verse reluciente. Pola pasaba a buscar sábanas, toallas, manteles y la ropa de la casa de Manuel cada tres días (siempre y cuando hubiera sol) y, en una canasta, los llevaba hasta el río. Allí, en una zona alejada de los aguateros, se reunían las lavanderas con sus jabones y blanqueadores para que la ropa de los caballeros y las damas quedara limpia y perfumada.