LA CARA AMARILLA

He tomado nota de la resolución de numerosos enigmas en los que fui observador. Es cierto que fueron más los éxitos de Sherlock Holmes que sus fracasos, pero aun cuando se equivocaba, se llegaba a descubrir la verdad. El siguiente caso lo demuestra.

Cierto día, en los comienzos de la primavera, Sherlock HoLmes y yo habíamos salido a caminar; cuando volvimos a Baker Street, el criado nos dijo que había estado un caballero muy nervioso preguntando por mi amigo y que en el apuro había olvidado su pipa sobre la mesa,

-Watson, diría que se trata de un caso importante -me dijo- ¡Este hombre estaba muy preocupado para olvidarse una pipa tan querida!

-¿Cómo sabe usted que él le tiene gran aprecio? – le pregunté.

Entonces me explicó que un hombre que gasta en arreglar su pipa lo que cuesta una nueva evidentemente la valora mucho.

-Las pipas, los relojes y los cordones de las botas muestran extraordinariamente la personalidad de sus dueños – Holmes la examinaba cuidadosamente -. El propietario de esta es, evidentemente, un hombre musculoso, zurdo, de muy buena dentadura, descuidado en sus costumbres y que no necesita hacer economías. Como compra tabaco de lujo habiendo otro excelente a la mitad del precio, está claro que no necesita economizar. Además tiene la costumbre de encender la pipa en las lámparas y en los picos de gas. Fíjese que está completamente chamuscada de arriba abajo por un lado. Esto no ocurriría si la encendiera con un fósforo. El lado quemado de esta pipa es el derecho, y de ello deduzco que este hombre es zurdo. Además, los dientes del fumador han penetrado en la boquilla de ámbar. Esto muestra que se trata de un hombre musculoso, enérgico y con buena dentadura. Pero, si no me equivoco, lo oigo subir por las escaleras, de manera que vamos a tener algo más interesante que su pipa como tema de estudio.

-Mi querido señor Grant Munro… -empezó a decir Holmes.

-¡Cómo! ¿Sabe usted cómo me llamo?

-Si desea permanecer de incógnito -le dijo Holmes, sonriendo-, deje de escribir su nombre en el forro de su sombrero, o, si lo escribe, no muestre la interior a la persona con quien está usted hablando.

-El hecho es, señor Holmes, que necesito su opinión. Se trata de un asunto muy delicado. Le cuento que me casé hace tres años y fui feliz en mi matrimonio hasta el lunes pasado, que ha surgido entre nosotros una barrera. Ahora, somos dos extraños y yo quiero saber la causa. Quiero que le quede claro que Effie, mi mujer, me ama. Cuando la conocí era viuda, aunque sólo tenía veinticinco años. Había ido a Norteamérica siendo joven y en la ciudad de Atlanta contrajo matrimonio con el Sr. Hebron, un abogado prestigioso. Tuvieron una hija. Lamentablemente murieron ambos, el marido y la niña, por una grave epidemia de fiebre amarilla. Esto hizo que ella regresara a Inglaterra. A los seis meses la conocí, nos enamoramos y nos casamos pocas semanas más tarde. Yo soy comerciante, tengo un buen ingreso; nuestra situación económica es buena. Vivimos en un lindo chalet en Norbury, en las cercanías hay una posada, dos casas y una cabaña.

Antes de continuar tengo que decirle una cosa. Cuando nos casamos, mi mujer puso sus bienes a mi nombre, para que yo estuviera resguardado si mis negocios iban mal.

Pues bien, hace seis semanas me pidió cien libras y no me quiso decir para que las necesitaba. Era la primera vez que había entre nosotros un secreto. Quizá nada tenga que ver con lo que vino después, pero me pareció justo contárselo. Hace un momento les he dicho que no lejos de nuestro chalet había una cabaña aislada; había estado desocupada los últimos ocho meses. El lunes pasado pasé por ahí y vi que se había alquilado. Un rostro me observaba por una de las ventanas. Al verlo sentí un escalofrío por toda la espalda; era una cara que tenía un algo de artificial y de inhumano, de color amarillo pálido y mortal, con algo estático y rígido. Me quedé mal por lo que vi y le comenté a mi mujer sólo que la casita se había alquilado, a lo que ella no contestó.

Lo raro fue que esa noche, la vi salir. Tenía una expresión extraña, estaba muy pálida y respiraba agitadamente. Cuando volvió, a las tres de la mañana, le pregunté a dónde había ido, pero me inventó excusas.

¿Qué me ocultaba? ¿Dónde había estado? Tuve la sensación de que ya no volvería a gozar de paz mientras no lo supiese. Después del desayuno salí a caminar, pasé cerca de la cabaña y vi salir de ella a mi esposa. Ante mi asombro me prometió que nunca volvería a ir ni haría visitas nocturnas ni acciones a mis espaldas.

Permanecí sin salir de casa dos días, y el tercero volví antes de trabajar y como no encontré a mi esposa me fui a la casa, pero estaba absolutamente vacía, sólo encontré, encima de la repisa de la chimenea, una fotografía de mi mujer.

Eso ocurrió ayer, señor Holmes, y desde entonces no he vuelto a ver a mi esposa, y nada más he sabido de este extraño suceso. Se me ocurrió que era usted el hombre indicado para aconsejarme: me pongo sin reservas en sus manos. Por encima de todo, le suplico que me diga rápidamente que es lo que debo hacer.

Holmes y yo habíamos escuchado con el máximo interés tan extraordinario relato. 

-Veamos -dijo Holmes al fin-Puede usted jurar que la cara que había en la ventana era la de un hombre?

-Me sería imposible afirmar tal cosa, porque siempre que la vi fue desde bastante distancia, pero tenía un color artificial.

–¿Cuánto tiempo hace que su señora le pidió las cien libras?

– Cerca de dos meses.

-¿Ha visto usted en alguna ocasión una fotografía de su primer marido?

-No, muy poco después de su muerte hubo en Atlanta un gran incendio y quedaron destruidos todos los documentos. Pero mi esposa conservaba el certificado de defunción.

-Gracias. Desearía poder meditar un poco más sobre el tema. Iremos a visitarlo a usted mañana, y charlaremos del asunto.

Entonces le pregunté a Sherlok Holmes si tenía alguna teoría.

-Sí, una teoría provisional -me respondió-. Pero me sorprendería que no resultara correcta. En esa casita está el primer marido de esta señora. Los hechos, tal como yo los veo, son, más o menos, así: esta mujer se casó en Norteamérica. Su marido contrajo alguna enfermedad. Ella, entonces, huyó de su lado, regresó a Inglaterra, cambió de nombre e inició una vida nueva. Llevaba ya aquí casada tres años y se creía en una situación completamente segura… Había mostrado a su marido un certificado de defunción falso… De pronto, el primer marido la descubrió. Ella pidió las cien libras para comprar el silencio. ¿Qué opina Watson, de mi teoría?

– Que toda ella es una pura suposición.

Entonces viajamos a Norbury, acompañamos al señor Grant Munro a la extraña casa. Allí encontramos a la esposa y a una niña sentada. Cuando la pequeña se dio media vuelta para mirarnos, yo dejé escapar un pequeño grito de sorpresa y horror. Su cara era del más extraordinario color cadavérico y sus rasgos carecían en absoluto de expresión. Un instante después quedaba aclarado el misterio. Holmes, acompañando su acción con una risa, pasó sus manos por detrás de la oreja de la niña y arrancó de su cara una máscara. Era una niña negrita con una expresión divertida al ver el asombro en nuestros rostros; su alegría hizo que me riera; pero Grant Munro permaneció inmóvil, asombrado, y agarrándose la garganta con la mano.

– Mi hija no había muerto, explicó la Sra. Munro. Ella estaba delicada de salud. Como el cambio de clima podría haberla perjudicado, yo la había dejado en Norteamérica. Jamás pensé negar que ella fuese hija mía. Pero cuando me enamoré de ti, me entró miedo de hablarte acerca de ella. Temía perderte. Mantuve oculta su existencia durante tres años para que tú no lo supieses, recibía noticias de su niñera y sabía que vivía bien. Sin embargo, tuve el deseo de volver a estar con mi hija. Envié un centenar de libras a la niñera, y le di instrucciones acerca de la casita. Le dije que le cubriese la carita y las manos de manera que ni aún quienes la vieran en la ventana pudiesen ir con la noticia de que había una niña en la vecindad. Me volvía medio loca el temor de que averiguaras la verdad. Fuiste tú quien primero me anunció que la casita estaba ocupada. Yo habría esperado hasta la mañana para ir, pero no pude dormir y me fui. Pero me viste marchar y allí empezaron todas mis dificultades. Y esta noche lo has sabido, por fin, todo. Ahora yo te pregunto que va a ser de nosotros, de mi niña y de mí.

La señora Munro esperó la contestación. Él entonces alzó del suelo a la niña, la besó. Luego, siempre con ella en brazos, alargó la otra mano a su esposa y se fueron.

Holmes no volvió a hablar una palabra de aquel caso hasta muy entrada la noche, ya en Londres, en el momento en que…

-Watson -me dijo—, si en alguna ocasión le parece que yo me muestro demasiado confiado en mis facultades, o si dedico a un caso un esfuerzo menor del que se merece, tenga usted la amabilidad de decirme al oído la palabra Norbury, y le quedaré infinitamente agradecido.

(adaptación)
Arthur Conan Doyle, El hombre del rostro amarillo.
Buenos Aires, Libros del Quirquincho, 1996.